Es evidente que, frente a la diferencia de intereses, el hombre necesita normas para regular la convivencia. También está claro que esas condiciones deberían ser elaboradas y aprobadas por órganos legitimados, y con la máxima capacidad, para alcanzar los mayores beneficios en aras del interés general. Sin embargo, no siempre se legisla logrando esos anhelados objetivos.

Independientemente de otras características que debe tener la ley, como la claridad, ser públicas, etc., uno de los criterios más exigentes para toda norma es ser justa, es decir, que debe atender a la razón, al bien común, a los derechos humanos, a la libertad y a la igualdad entre ciudadanos. Una sociedad que desea vivir en paz y con seguridad requiere una regulación con equidad que consienta vivir con esperanza y alegría los sueños e ilusiones de sus miembros. Por el contrario, normas injustas propician confusión, desorden y malestar.

Hay grupos de población que son más vulnerables a la posibilidad de disponer de normas menos justas de lo deseado. Hablamos de personas que han sufrido situaciones discriminatorias, a lo largo del tiempo, que las han arrastrado a vivir en circunstancias de desventaja con respecto al resto de ciudadanos: mujeres, personas con discapacidad, inmigrantes, etc. En la medida que las leyes permitan que ese importante número de personas dispongan de las mismas oportunidades que el resto de población para desarrollarse, podremos hablar de leyes más o menos justas. Y precisamente, en estos momentos, todos somos testigos de que hay un considerable margen de mejora en este aspecto. Esta realidad exige reflexión y esfuerzo tanto de la sociedad civil, fundamentalmente de su movimiento asociativo, como de la administración pública en sus dos vertientes, política y técnica, para buscar la mejora.

Caminar hacia la igualdad de oportunidades para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos es la senda adecuada. En el ámbito de las personas con discapacidad, en Andalucía, hay aspectos importantes a tratar que supondrían un avance en el logro de las ilusiones de muchas personas. Por ejemplo, con respecto a las personas con discapacidad intelectual, si bien la “Ley de dependencia” ha sufrido un retraso en su desarrollo como consecuencia de los recortes impuestos por el Estado, perjudicando de forma especial a aquellas personas con menor grado de dependencia, también es cierto que hay iniciativas que no requieren mayor dotación presupuestaria.

Dos ejemplos podemos reflejar, uno referido al empleo y otro al alojamiento: cuando un usuario de una unidad de estancia diurna con terapia ocupacional tiene posibilidad de acceder a un empleo temporal, si lo hace pierde la plaza en la unidad y cuando finaliza el trabajo se encuentra sin la unidad y sin empleo, por tanto la opción segura es renunciar a trabajar, lo cual va en un claro perjuicio de esa persona. Con respecto al alojamiento, nos deberíamos plantear la experiencia que hay en otras comunidades autónomas y otros países en los que hay un perfil de vivienda adaptada que, según manifiestan quienes lo han desarrollado, beneficia a todas las partes; los usuarios tienen mayor autonomía, las entidades que lo gestionan tienen mayor margen económico y a las administraciones públicas les resulta menos costoso.

No se trata de encontrar la piedra filosofal, pero sí de salir de la zona de confort, remangarse y pensar de qué forma podemos mejorar para que cada persona bajo la que actúa cada norma, pueda cada día ser un poco más feliz. Es una responsabilidad de todos: de la sociedad en su conjunto y del movimiento asociativo, y la administración pública en particular.

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