Destitucionali…. Desinstitula…. Destitunaliz…. ¡Vaya! Difícil de pronunciar, sí, pero… ¿tan difícil de entender? ¿tan difícil de emprender?
Es un proceso o un camino para cambiar poco a poco el modelo de las instituciones a los apoyos en contextos naturales. Por ejemplo: no vivir en residencias y que puedas vivir en un piso de tu barrio con quien tú elijas. Así de fácil, así de sencillo define Plena inclusión el significado de la temida palabra.
Presente en muchos foros y debates en los últimos años, la desinstitucionalización parece una moda promovida por unas cuantas organizaciones del tercer sector, pero, lejos de eso, es la reivindicación de un derecho de millones de personas en todo el mundo, muchas de ellas con discapacidad, que la deriva histórica ha ido negando.
Tradicionalmente, y en base en gran medida a un modelo médico-rehabilitador y proteccionista, a las personas con discapacidad se les ha otorgado poca o nula oportunidad de tomar decisiones y ejercer el control de su propia vida. Estos modelos han instaurado durante décadas un sistema de asistencia en grandes instituciones que ha privado a las personas de autonomía y participación en la vida social. Instituciones que, según la Organización Mundial de la Salud, se definen, más que por su tamaño o características físicas, por una cultura caracterizada principalmente por la despersonalización, la rigidez del sistema de rutinas, un trato en bloque y distancia social.
Afortunadamente, el tiempo y la coherencia hacen aflorar movimientos en pro de los derechos y la dignidad de la persona, como los relacionados con la vida independiente o la planificación centrada en la persona, germen de propuestas de vidas significativas para la propia persona que cobran sentido en el seno de la comunidad. Estos modelos han ido calando en la práctica profesional de atención a la persona con discapacidad, también en instituciones, aunque con un recorrido limitado.
En España, el sistema residencial que predomina sigue siendo el institucional, aunque ya se han dado algunos pasos para intentar revertir la situación. Según Verdugo y Jenaro (2019), casi 33.000 personas viven institucionalizadas en nuestro país.
La Convención Internacional de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) establece, en su artículo 19, que los Estados Partes “reconocen el derecho en igualdad de condiciones de todas las personas con discapacidad a vivir en la comunidad, con opciones iguales a las de las demás, y adoptarán medidas efectivas y pertinentes para facilitar el pleno goce de este derecho por las personas con discapacidad y su plena inclusión y participación en la comunidad”. De este modo, los Estados deben garantizar a todas las personas con discapacidad la oportunidad de elegir en igualdad de condiciones su lugar de residencia, dónde y con quién vivir, y no verse obligados a vivir con arreglo a un sistema de vida específico; y acceso a una variedad de servicios de asistencia domiciliaria y residencial y otros servicios de apoyo en la comunidad (incluida la asistencia personal) para facilitar su inclusión y evitar su aislamiento.
Y no solo es cuestión de derechos sino de evidencias, pues cada vez son más los estudios e investigaciones, basados en experiencias reales, que avalan el impacto positivo tanto en la calidad de vida de personas que ya han transitado por el proceso hasta una efectiva vida en comunidad como en el entorno social.
Más recientemente, en 2022, Naciones Unidas ha publicado una nueva guía enmarcada en la Convención: Directrices sobre la desinstitucionalización (CRPD/C/27/3). En ella se recogen recomendaciones precisas para reformar el sector en forma de organizaciones comunitarias, y para avanzar en el derecho a vivir de manera autónoma y con libertad para tomar las propias decisiones. Plantea que estos procesos deberían estar dirigidos por las propias personas con discapacidad, para garantizar que sus necesidades y voluntades tengan prioridad y que los cambios se ajusten a sus decisiones de la mejor manera posible. En este sentido, el documento indica las siguientes directrices, muy concretas, para avanzar en este camino:
Respetar el derecho de la persona a tomar decisiones en todos los aspectos de dejar una institución, ofreciéndole apoyo si lo necesita.
Dar tiempo y oportunidades suficientes para prepararse física y emocionalmente para la vida en comunidad. Las administraciones deberían garantizar que las personas tengan un plan individualizado según sus preferencias al dejar la institución.
Respetar a las personas institucionalizadas como supervivientes a quienes se les debe una compensación, y proporcionarles información y oportunidades para participar plenamente en el plan y la implementación de la desinstitucionalización.
Ofrecer a las personas un margen amplio de experiencias en la comunidad como preparación para dejar la institución; ayudarlas a ganar experiencia, fortaleza y habilidades sociales y cotidianas y a vencer los miedos que puedan tener de la vida independiente.
Proporcionar a las personas información sobre las opciones de vivienda, transporte y ocupación, además de rentas individualizadas y otras medidas necesarias para garantizar su calidad de vida.
Se trata, por tanto, de un proceso personalizado que involucra a la persona con discapacidad, a su red de apoyo y a profesionales especializados en identificar sus necesidades, deseos y metas. A partir de esta planificación individualizada, se deben diseñar estrategias y ofrecer los recursos necesarios para que la persona pueda vivir de forma autónoma y plena en la comunidad.
Pero, además, no solo hacen falta buenos apoyos para las personas, sino buenas comunidades, siendo éste otro gran reto. Se requieren comunidades inclusivas, justas, no competitivas, que tengan las puertas y la mente abiertas, pues no es fácil romper con tendencias tan arraigadas en la cultura social. Es necesario, por tanto, apoyar y preparar también a la propia comunidad para ser anfitriona de la diversidad.
Con todo esto, es imposible pensar en procesos de desinstitucionalización sin el impulso firme de estrategias y políticas públicas. Si bien es cierto que en los últimos años se han producido algunos cambios en este sentido para garantizar la accesibilidad universal y la igualdad de oportunidades, así como para sensibilizar a la sociedad sobre la importancia de la inclusión, hasta el momento no se han desarrollado políticas específicas que promuevan la vida independiente como modelo prioritario. Recientemente hemos visto nacer en España, con tantas dudas como esperanza, la Estrategia estatal de desinstitucionalización, cuyo plan operativo y despliegue está previsto a partir del presente año. Es necesario romper con las rígidas normas que regulan la atención residencial para personas con discapacidad y ahondar en figuras como la asistencia personal, de manera que esté garantizada en el Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD).
Por otra parte, el compromiso de las organizaciones que actualmente apoyan a personas con discapacidad es determinante para que no se conviertan en un freno al proceso; han de hacer un enorme esfuerzo de resiliencia basado en principios éticos y morales, centrados en las personas, para transformar el modo en el que prestan apoyos.
Con todo esto, parece que el camino a la desinstitucionalización está bastante desgranado. Ahora toca remangarse y remar juntos a personas, familias, profesionales, administraciones y comunidad para que no se nos trabe la lengua. Con la D de derechos, la E de exigencia, la S de sociedad, la I de inclusión, la N de normalización, la S de sumar, la T de tolerancia, la I de independencia, la T de transformación, la U de urgencia, la C de compromiso, la I de igualdad, la O de oportunidades, la N de naturalmente, la A de autodeterminación, la L de libertad, I de innovación, la Z de zarpar, la A de apoyos, a C de centrada en la persona, la I de ilusión, la O de que otro mundo es posible y la N de que nadie puede quedar fuera:
DES INS TI TU CIO NA LI ZA CIÓN